Dejo todo, me voy a la mierda

El comienzo del final
“Si a una persona le rompés las bolas durante 26 años, en algún momento va a mandar todo al carajo”
“¿Alguna vez hiciste algo por más de 2 años?” Esa fue la pregunta que me hizo uno de los gerentes que me entrevistó, cuando apliqué a una vacante en mi último trabajo, al rato de escudriñar mi currículum, con cara de amargo. Al parecer, este prodigio del análisis notó que, entre algún que otro chamuyo, mi CV era colorido por demás. Una especie de desfile alegórico de empleos miserables: empleado de call center, mozo, bancario, vendedor de seguros… ¡Hasta animador de eventos infantiles!
Para ser sincero, no recuerdo qué inventé en ese momento para salir del paso, pero al parecer mi respuesta le cayó en gracia y el puesto finalmente fue mío. En ese momento fue una buena noticia, ya que sólo contaba con dinero suficiente como para pagar un mes más de alquiler y listo. Estaba realmente en la lona y con el agua hasta el cuello. Corría diciembre del 2014 y necesitaba cerrar el año con un poco de oxígeno.
Más allá del alivio económico, su pregunta en la entrevista me dejó pensando, mientras volvía en el 152 rumbo a La Boca: “¡Claro, tiene razón, nunca duré más de año y medio en ningún laburo!“ La primera sensación fue de tristeza. “¿Será que soy un inútil?”, me pregunté. “¡No!” Estaba convencido de mis capacidades e inteligencia. “¿Será que soy un inmaduro, entonces?” Tampoco. Toda mi vida me manejé bajo presión y responsabilidades. “¿Por qué será?”
Los meses se sucedieron, quedé efectivo y, muy de a poquito, me consolidé en el puesto. Pero no estaba bien. De hecho, al pasar a planta permanente, más que alegría sentí cierta decepción. Fue a fines de febrero que me cayó la ficha y encontré la respuesta a la pregunta de por qué pasaba de trabajo en trabajo sin pena ni gloria y no podía establecerme en ningún lado: ¡TODOS MIS TRABAJOS HABÍAN SIDO UNA MIERDA Y LA VIDA COMO SE ME PLANTEABA ME PARECÍA DOS MIERDAS!
Me daba asco encontrarme a mí mismo, encerrado de 9 a 18, escuchando las mentiras de los cerdos corporativos que prometían “oportunidades de crecimiento” e insistían en hacernos creer que si trabajábamos muy duro y a la empresa le iba muy bien, eso de alguna manera también nos beneficiaría a nosotros, a pesar de que los salarios seguirían siendo miserables. Me generaba un odio profundo ver toda esa farsa.
Nadie lo creía, pero todos sonreían, conscientes de que a gran parte de los ascensos se accede a mérito de alcahuetería y no por capacidad y rendimiento. Y no sólo pasaba ahí, sino en todos lados. La gente finge ser feliz y compra una mentira a conciencia. Por eso es tan fácil encontrar caras de culo en las calles o en el transporte público. Esas caras de culo son el acto-reflejo de un alma prostituida. Es la verdadera apariencia de un rostro magullado cuando su portador decide quitarse, para poder respirar, la máscara de falsedad por un rato.
En fin, estaba en el auge de mi desprecio cuando, para hacerle frente al tedio y al calor de otro día más en ese marzo porteño, no tuve mejor idea que bajarme el último disco de Los Rusos Hijos de Puta: “La rabia que sentimos es el amor que nos quitan”. Le doy play y suena “Snowball”, primer tema del disco. Mazazo a la sien. Alaridos de furia. No era una canción de protesta, ¡era una canción de guerra! Frases como: “pensándolo mucho mejor, no voy a ir nunca más a trabajar” o “no quiero trabajar para otros, no quiero trabajar para gordos en camioneta” se me presentaron como una dulce tentación. Era exactamente lo que necesitaba oír. Ya no buscaba excusas, sino complicidad.
Desde ese momento, oficialmente, le declaraba la guerra a todo, pero por sobre todas las cosas, me la declaraba a mí mismo.
Gestando al monstruo
A mi mente comenzaron a venir muchos recuerdos. Tantos años de luchar, tantas frustraciones acumuladas y tanta, pero tanta angustia por haber insistido durante tantos años en encajar en una propuesta de vida que no me representaba. Todo eso se mezcló y no pude más que sentir asco. Saber que hay gente que hace de tu vida un negocio, SU negocio, me enfermaba y lo sigue haciendo. No podía seguir permitiendo que un tirano al que ni siquiera le conocía la cara siguiera robando mi juventud y mis sueños. Había que actuar y había que hacerlo pronto.
¿Cuál era el plan? No sabía. Sólo sabía que me merecía otra oportunidad. Que la necesitaba. Pero esta vez, debía ser real. No quería vivir un 1° de enero, donde todo el mundo se promete tener un nuevo año mejor que el anterior, pero que bien en el fondo saben que será igual o peor, ya que ellos mismos son conscientes de su pasividad ante la vida. Las soluciones mágicas no existen. Había mucho trabajo que hacer por delante.
El primer paso fue someterme a una auto crítica feroz. El ejercicio consistió en pararme a mí mismo en el banquillo de los acusados y llegar a un veredicto sobre esos 26 años vividos. El jurado popular no hubo menos que condenarme a pena de muerte, bajo el dictamen: “por boludo”. Y sí, la verdad es que si de por sí la vida ya es corta, regalar más de un cuarto de siglo es de boludo.
Me permití hacer las paces conmigo mismo y jugármela el todo por el todo. Algo así como un cambio de gestión en mi propia empresa. ¿Pero qué es lo que pensaba hacer de mi nueva vida? Viajar siempre me había gustado. Por un motivo u otro (casi siempre inseguridades y falta de dinero), nunca había podido hacerlo. Había tenido la oportunidad de vivir seis meses en el extranjero, por esas vueltas extrañas que da la vida, pero no era lo mismo. Quería volver a empezar, no sólo en otro lado, sino en muchos. Sólo debía buscar la manera.
Esa manera, vino, como casi todo en mi vida, a las patadas y con algo de violencia: corría junio de aquél 2015, el frío húmedo acababa de llegar a Buenos Aires y una noche, después de un día largo de trabajo, me encuentro al llegar a casa conque al edificio donde vivía, en La Boca, le habían cortado el gas esa misma tarde. La historia es larga. Sólo diré que la empresa constructora decidió, en su momento, ahorrarse unos cuantos miles de pesos e hicieron una instalación fraudulenta.
Como la situación era potencialmente fatal y para evitar una tragedia, los del gas cortaron el servicio a la manzana y nos auguraban un año sin servicio, motivo suficiente para ponerme en contacto con Susana, persona que me alquilaba el departamento (hasta hace poco agendada en mi teléfono como “Susana Vieja Culiada”, ahora ya no figura en absoluto): “¡Susana, no sabés lo que pasó! Le cortaron el gas al edificio, no tengo calefacción, ni ducha ni puedo cocinar. Encima da para largo. Me parece que deberíamos rever el precio del alquiler”.
Susana, haciendo gala de toda su anorgasmia, me tildó de oportunista e insolente. Cartas documento y abogados mediante, a duras penas logré conseguir algunas rebajas, pero no lo que correspondía. Ahora no sólo tenía que lidiar con un trabajo y con un jefe inútil que me insumían 12 horas al día, sino también con la avaricia de una locadora parasitaria y estafadora.
No voy a transcribir la puteada que le dediqué “a todo”. Sólo diré que fue gracias a ésta última experiencia que tomé la decisión más importante de mi vida. Quedaba un año más de contrato de alquiler. Decidí que a partir del 1° de Julio de 2016, dejaría todo para irme a la mierda y vivir en la ruta. Con todos mis miedos e inseguridades a cuestas, pero sin más excusas. Recuerdo largas caminatas invernales por el barrio junto a la Chancha, pensando qué sería de mí y cómo haríamos para rearmar nuestras vidas.
Como no creo en las casualidades, en esos días me topo en facebook con un post de un viajero que me llamó la atención. Al investigar un poquito mejor su blog, me encuentro con que se trata de aquél mismo viajero que, 3 años atrás, me había recomendado un jipi entrerriano en el camping municipal de la ciudad de San Fernando del Valle, en Catamarca: “Loco, hay un flaco de Mar del Plata que hace lo mismo que querés hacer vos!! Viaja a dedo por el mundo. Sacó un libro donde hace dedo a través de los países árabes en guerra. Está loco de la cabeza!!” Éste loco de la cabeza se llama Juan Pablo Villarino, o “El Acróbata del Camino“, como se lo conoce en el mundo bloguero, y en aquellos días de incertidumbre, toparme con sus libros fue para mí un gran alivio.
Seguía sumando cómplices…
Tiempo de definiciones
Fueron meses muy turbulentos los que precedieron mi salida a la ruta. El 2016 se me presentó como un año para “aprender a soltar”: terminé un noviazgo de casi 2 años, murió David Bowie, vendí o regalé todas mis cosas, dejé un trabajo bien pago (sólo al final) y entregué las llaves del único lugar que realmente quise. Sin duda, la muerte de Bella, la Chancha, mi bull terrier y mejor amiga fue la experiencia más dolorosa que me tocó vivir en la vida. Nunca jamás había amado tanto a nadie como a esa perra. Su partida repentina no sólo me hizo entender sobre la fragilidad de la vida sino también sobre la necesidad de ser feliz AHORA.
Tres años antes había llegado a mi vida, en mi peor momento, para enseñarme a vivir, y tres años después se despedía de mí y me ponía a prueba. Si hoy puedo estar escribiendo esto, a 7 meses de haber salido y viviendo la vida que quería, sin dudas es gracias a ella. Por eso la llevo tatuada en mi piel y mi corazón. Este viaje está dedicado a ella.
En fin. El mes de julio de 2016 me encontró armando la mochila, mandando a cagar a mi trabajo y abrazando a mis seres queridos en Córdoba y Buenos Aires, con la promesa de volver a verlos pronto. Un largo viaje por Latinoamérica se mostraba como la nueva vida a vivir, ésta vez por elección. Mucho mejor que esa hedionda rutina de 12 horas al día en una oficina de Palermo Choto. ¿No?
Para despedirme, los dejo con “Snowball” de los Rusos HDP. ¡Hasta pronto!
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